Suenan tambores de guerra total en Europa mientras vemos en TV el terrible daño que causa en Ucrania y Gaza (quiero decir que en otros lugares sin relevancia estratégica la TV no nos lo muestra) y, aun así, ni conseguimos el alto el fuego allí ni hallamos manera para que no nos ocurra pronto a nosotros, y quizás a todos, lo mismo o aún peor.
Si preguntamos por la causa de la guerra y tomamos como respuesta lo que se dice en las TVs, o en los periódicos o en las redes sociales, la respuesta abrumadora es un mal comportamiento del otro, el enemigo, aunque también se dice a veces que las guerras las promueve el “complejo militar industrial”, el capitalismo o las élites para lucrarse de ellas, pero la verdad es que la guerra, sobre todo si no es subrogada como habitualmente, y es destrucción mutua (y total) como parece sería el caso actual en ciernes, no puede ser beneficiosa para nadie y, por tanto, no es querida por nadie. Y, sin embargo, no parece evitable.
La guerra es la simple relación del arma consigo misma, es decir, la relación de las unidades armadas cuyo desarrollo, progreso o mejora es una mayor capacidad de destrucción del otro, que es el modo como se imponen o someten unas a otras, de modo que sus intereses son expresamente contrarios, pues cada uno busca armarse tanto como puede y desarmar al otro. Y así la guerra es “absoluta” -es lo que ocurre todo el tiempo, como dice Clausewitz, quien define a las operaciones militares concretas como “el intento o acción de desarmar al enemigo”, punto al que se llega irremediablemente si ninguno es capaz de imponerse al otro mediante la simple amenaza que le aporta la superioridad de los medios de destrucción. Tal cual es el temible caso ahora que la supremacía de EEUU está en entredicho, algo, por cierto, bien conocido como “trampa de Tucídides”, por ser esta situación la que según nos cuenta este llevó a Esparta y Atenas a la guerra del Peloponeso, que duró 50 terribles años, sin propiamente otro asunto en particular entre ellos que el contencioso por hegemonía.
El arma da lugar entre los humanos a la unidad armada (el ejército y el estado), que diferencia a las personas entre aquellos subyugados a su sistema jerárquico, articulado así con el fin explícito y preciso de anular la libertad, voluntad y humanidad no solo a sus miembros sino al resto del mundo a los que tal organización irremediablemente absorbería o sometería -salvo que estén organizados de la misma manera para poder resistirlo (y así incluso absorber o someter al primero también). La cuestión es: toda arma es inmediatamente y sin más incorporada o enemiga.
Ese propósito manifiesto de esclavización universal no puede hacerse público -y más que se hace sin querer y como una cadena de reacciones ineludible que experimenta el político, por lo que se usa el lenguaje representativo y figurativo que necesariamente acompaña a la unidad armada, que nos hace también dependientes de quien lo figura y lo consagra, por el que “confesamos” la “cesión” “voluntaria” de nuestra voluntad a nuestros mandos o representantes que, ciertamente, pueden cambiar mediante votación democrática cada algunos años, pero las personas son aquí irrelevantes, pues unos u otros ocuparán los mismos puestos y funciones de la máquina jerárquica.
Lo que importa final y realmente aquí es que todos, tirios y troyanos, la OTAN o Rusia-China, mantenemos públicamente el absurdo de que la paz es solo la ausencia de guerra ocultándonos de una u otra manera que la guerra es nuestra sumisión al arma, a ese sistema de esclavitud universal que maquinalmente nos fuerza o se nos impone a todos mediante el daño o amenaza de daño anulando nuestra humanidad y nuestra voluntad, de modo que, privados de ella, ni siquiera podemos conformarnos, y dejar de hacer la guerra; más que una contradicción, una locura y una pesadilla.
Sin embargo, todos sabemos, y también tenemos registros en todas las diversas culturas humanas pasadas y presentes del conocimiento de la paz o convivencia humana como tratar a los otros como quisiéramos ser tratados nosotros mismos -y no nos conformamos con menos- y esto implica la inclusividad en la toma de decisiones que se garantiza mediante la publicidad de los propósitos o intenciones de aquello que puede afectar a los demás, con lo que, lógicamente, el propósito de daño se evita y nos lleva a todos al desarme y a la prevención del arma mediante la cooperación con el acuerdo de todos.
Algo que hoy día está felizmente a nuestro alcance, pero para lograrlo tenemos que liberar primero nuestra humanidad convocándola con nuestra bandera, la bandera blanca, cuyo uso o efecto es detener la actividad de y por el arma. Esto es difícil como ya comprendes, pues la bandera blanca se considera (históricamente) rendición, algo que depende de la decisión de la autoridad, y por lo tanto está prohibido su uso -y mal vista además, pero hoy día puede ser una representación personal en las redes sociales sin referencia ya al estado de cada uno y así es que tiene o busca un alcance universal de llamada a todos al desarme sin perjuicio para nadie.