Presuponemos que en principio todo era inerte, su impulso siempre procedía del exterior, pero poco a poco combinaciones químicas dieron lugar a la individualización en formas primitivas de vida (según dice Aristóteles donde todas las partes se atienen a un fin), a las plantas y a los animales y estos adquirieron impulsos propios, fueron capaces de reaccionar ante el entorno buscando preservarse, nutriéndose de él y evitando el peligro, hasta la aparición de la inteligencia humana, aquella que no solo reacciona al entorno sino que es capaz de ponerse en lugar del otro y, por tanto, en lugar de destruirlo y, acaso, consumirlo es capaz de preservarlo, cooperar con él uniéndose así con él, y de ese modo la humanidad participa ya de la esencia divina siendo capaz de asociarse con el cosmos y contribuir a su creación o desarrollo en su forma expansiva o de eterno retorno.

Pero antes nos falta dar el paso de entender precisamente la universalidad inevitable de esa inteligencia, viciada por nuestra condición pasada que la tiene al servicio del arma, cuyo objeto es quitar la vida al otro (y ese es el problema y no figuraciones o molinos de viento), de modo que nuestra forma actual es la de un virus maligno que todo lo corroe, corrompe y destruye, ya que no solo nosotros estamos forzados a luchar a muerte entre nosotros sino que todo lo que queda a nuestro alcance necesariamente se incorpora a esa lucha, por eso, si hay vida inteligente en el universo, que sin duda tiene la forma arriba descrita, simplemente no puede acercarse a nosotros en nuestra condición presente, pues hasta a Dios querríamos forzarle a tomar partido, lo que, precisamente, sería como no reconocerle.

Es mediante la inteligencia personal -y no mediante la estupidez públicamente regulada- como captamos la condición y necesidad del otro, y así también conocemos las leyes de la naturaleza física, los impulsos naturales de los animales y también que esa misma inteligencia se da por igual en todos los seres humanos, de modo que, aun desconociendo el universo en su extensión y forma dada nuestra limitadora condición espacio temporal, hemos encontrado su ley, y eso nos permite también superar nuestra esclavitud a la muerte que nos proyecta/recuerda permanentemente el arma, apelando a la unidad y universalidad (cosmológica) de la inteligencia humana.

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