En mi condición de director de Estudios chinos en el ICEI, Instituto Complutense de Estudios Internacionales, he tenido ocasión de participar recientemente en un seminario de expertos sobre “La experiencia de las inversiones chinas en España”, en el marco del proyecto “Un nuevo impulso en las relaciones de España con China en el marco de la política de la Unión Europea”.
A tal objeto he leído o releído buena parte de la más reciente información de nuestros más significados expertos en el asunto. Y es interesante notar que más o menos todos señalan la especial atención que China viene dirigiendo a España, a la que, sin embargo, España no corresponde y, peor, de la que no obtiene fruto en términos de inversiones o rendimiento económico siquiera semejante a sus homólogos en la UE. El experto del Instituto Elcano, Mario Esteban, lo expresa así: las relaciones China-España pueden calificarse de, “amigos, pero no socios”, aunque hay que insistir de nuevo que la amistad la aporta China, mientras España, seguramente limitada por sus alianzas y su ensimismamiento, se muestra reticente, recelosa, incompetente y dubitativa, lo que causa disgusto e irritación entre el empresariado.
Los diplomáticos que han tenido relación directa con sus homólogos chinos atribuyen esa especial deferencia de China hacia España a que nunca cerró su embajada tras el violento desalojo de los estudiantes en Tiananmen, se posicionó a favor de involucrarse con China para favorecer su proceso de reforma en lugar de su involución y el ministro de Exteriores entonces, Ordoñez, fue el primero de los occidentales que visitó China tras junio de 1989. Seguramente a raíz de esa visita se creó la oficina del Instituto Complutense de Asia en Pekín en 1994, de la que fui fundador y director.
Pero mi opinión, sin embargo, no concuerda o se limita a la de los diplomáticos, es posible que esa deferencia tenga también que ver con su relación previa que ha de constar en los registros chinos. En España, Asia no está incluida en el mundo en el ámbito académico.
Aunque los portugueses llegaron primero, la primera relación constante y de calado de China con una potencia occidental fue con España. España se asentó en Filipinas donde, además de su objetivo general de convertir a los nativos al catolicismo (universalismo), principalmente se dedicaba al comercio con China. Nos lo acredita el viaje de ida y vuelta anual del galeón de Manila durante varios siglos partiendo de Acapulco con la plata de Potosí y cruzando el Pacífico, el lago español entonces, para regresar de Manila cargado de productos chinos hasta la bandera. Durante estos siglos, en Manila vivía una muy importante comunidad de chinos, principalmente los proveedores y comerciantes y sus familias, los llamados shangleys, que mantuvieron una relación constante y fluida durante esos siglos teniendo ocasión de contemplar y transmitir las maneras y propuestas de la civilización hispánica y compararla con la propia.
De la parte española y católica los jesuitas se internaron en China para conocer su civilización, estudiando su lengua e intentando convertir al cristianismo a los chinos. Parece ser que su objetivo era el emperador. De particular interés son las andanzas bien documentadas del jesuita italiano Mateo Rizzi que se estableció en Pekín y de especial significación la experiencia del también jesuita español Diego de Pantoja. Este fue comisionado para representar a Felipe II ante el emperador Ming y durante dos años se ocupó en buscar regalos que le dieran a este una buena idea de los logros o intentos españoles. El viaje, sin embargo, se canceló a última hora cuando buena parte de los regalos estaba ya en México al enterarse Felipe II de que hacer regalos al emperador de China significaba declararse su súbdito.
Aunque tenemos constancia de temerarios planes españoles para invadir China en un intento de emular a Cortés en México, estos no se llevaron a cabo, pero, en todo caso, se subordinaban al propósito de convertir a China al catolicismo y someterla así a la autoridad unificadora del Papa y los chinos no pudieron dejar de apreciar como los jesuitas aprendían los idiomas locales, así el tagalo filipino como el chino mandarín, para predicar el evangelio en las lenguas de sus anfitriones.
Cuando unos siglos más tarde China encaró el imperio británico y las otras potencias, la civilización occidental había cambiado mucho. Tras la Paz de Westfalia se había impuesto el sistema de estados nación soberanos y el nacionalismo emergido como ideología contemporánea agudizado por la revolución francesa y el romanticismo. Por eso, la actitud simplemente destructiva, cañonera del imperio británico, así como la introducción del opio entre el pueblo chino, chocó mucho a una China en la que no operaba el concepto de estado nación soberano sino una visión más semejante a la española de integrar el mundo bajo un único poder garante de la paz, contradictorio con un maltrato a la población civil a la que un nuevo y reivindicativo poder debía ganar para su causa.
Por eso, los documentos chinos de la época refieren habitualmente a los ingleses como “rebeldes”, pues asumían que su intención era instalarse en el poder del Imperio del Centro desplazando a los manchúes, tal como habían hecho antes los mongoles y ellos mismos, pues como manchúes, eran ‘extranjeros’ en China. Esa misma cuestión ha emergido recientemente con ocasión de la retrocesión de Hong Kong cuando las autoridades chinas actuales calificaban los tratos con el imperio británico como de “tratados desiguales”, pues mostraban una diferente concepción o rasero de las relaciones internacionales en la línea mencionada. Y seguramente ese mismo cándido concepto antiguo chino fue clave para incapacitar a China a dividir a las potencias occidentales, tal como invitaba la situación en el siglo XIX.
Creo que, dado el sistema unidimensional nacionalista actual, no está demás ilustrarlo señalando que hace tres siglos hubiera sido incomprensible poner una bomba en una plaza o bombardear una ciudad matando civiles indiscriminadamente para doblegar a un estado. Hubiera sido considerado simple terrorismo, ya sea de un grupo ilegal o de otro estado, pues no se vinculaba al pueblo con el poder o con el estado como ahora, ya sea el estado democrático o no. Y en cualquier caso, tal acción era incompatible con los sistemas tradicionales chino o español cuya propuesta era de inclusión y, a su modo, su propósito pacificador. En efecto, ambos estados compartían un mismo concepto del mal originado por la división humana, la toma de decisiones parcial. (No se me oculta, por otra parte, sin embargo, que el imperio español, particularmente su supremacía sobre el Sacro Imperio Romano Germánico, fue facilitado por la percepción europea de la gran amenaza turca y su voluntad de hacer frente común bajo el liderazgo de los Austrias, así como la desaparición de esa percepción facilitó su fin).
Por su parte, China tuvo que adaptarse a los nuevos tiempos, primero con la revolución del Partido Nacionalista y luego, aún más, con la revolución del Partido Comunista contra el anterior por no ser suficientemente nacionalista –y ‘venderse’ a los extranjeros.
Pero, hoy día, cuando China ha alcanzado una posición suficientemente potente como para reflexionar sobre su propio entendimiento necesario para proyectarse en el mundo no ha podido renegar de su propio entendimiento ancestral y comprender que este sistema de los estados nacionales soberanos entra en contradicción con su entendimiento más básico y profundo, así como, según mi entendimiento, del simple sentido común -que mencionaremos de nuevo más abajo.
Para la civilización china la tarea del estado o imperio es la seguridad y da respuesta a ella con la toma de decisiones inclusiva. Así lo ve Confucio reivindicando el sistema de mando unificado de la dinastía Zhou para poner fin a las interminables guerras de su tiempo. “La parcialidad es la causa de todas las calamidades del mundo”, dice Mozi en su exposición sobre el Amor Universal que comienza de la siguiente manera: “El sabio, el que asume la tarea de pensar en el gobierno del mundo, debe investigar la causa del desorden, como el médico investiga la causa del mal de su paciente para ponerle remedio” (Libro 4, Amor Universal I, 1)
En efecto, lo primero que los occidentales advierten en la forma de gestionar de los chinos es que buscan el consenso de las partes según una jerarquía, pero, al tiempo los chinos no podrán ya sino dudar de que se pueda regir el mundo desde el trono del Imperio del Centro mientras que el mundo vive de día y de noche a la vez y, quizás, no puede reprimir la percepción de un socio necesario en Europa, en España, que otrora compartía sus principios a la búsqueda de una propuesta pacificadora o de unidad, que es lo mismo, mientras que el imperio británico y las otras potencias occidentales resultaron solo fuerzas destructivas con las que solo cabía aliarse contra otros.
China bajo el liderazgo de Xi Jinping parece estar rescatando ese concepto de seguridad compartida partiendo de la economía y el desarrollo compartido, concepto que fue también visto en Occidente y ha sido el motor de la globalización: los crecientes vínculos comerciales y de todo tipo llevan a la cooperación y previenen la confrontación y la guerra. En ese sentido, el proyecto de la nueva ruta de la seda, la BRI – Belt and Road Initiative, para integrar económicamente la isla central del mundo, Eurasia y África, es un movimiento en esa dirección, con independencia de la multitud de otros motivos que la puedan impulsar. No solo con este proyecto sino con otras de sus políticas, China es el gran promotor y líder del desarrollo de la globalización y, quizás, un paso más allá de esta, de la integración, precisamente cuando sus promotores de ayer, EEUU y RU, dan un paso atrás y se acogen al proteccionismo.
En mi opinión, la UE debe alcanzar un acuerdo comprensivo con China, tanto sobre la BRI como sobre las economías y tecnologías sostenibles y su marco regulatorio válido para el mundo entero. Pero esta vez, a diferencia de su actitud en el reciente pasado en que la UE intentaba al tiempo imponer su concepto de derechos humanos (políticos) a China, ahora debe hacer ahora un esfuerzo por reconocer y entender el concepto propio de derechos humanos de China que remite ante todo a la seguridad y que, en consecuencia, va más allá del concepto estatal y aspira a la universalidad, al todo de la humanidad. Todo esto, insisto, sin renunciar a su propia concepción, de la que nacen muchas de sus virtudes, pues China debe y además quiere aprender de las buenas prácticas de gobierno europeas en términos de transparencia, responsabilidad, cuentas claras, regulaciones precisas y sujeción a las reglas de juego.
Pero aún esa complementariedad no es suficiente; es necesaria una aportación específica de una España que, como ha sucedido en China, también sea capaz de reconocerse a sí misma y no asumir dócilmente sin más el rechazo y el desprecio hacía sí misma, hacia su pasado, de la visión de sus competidores y rivales históricos. Y aquí también, lo primero, es necesaria la aportación inestimable de Portugal, pues ambos gozan de una posición idónea para rescatar una parte injusta y dolorosamente olvidada del mundo, el Atlántico Sur, y proponer a sus países ribereños formar un área de cooperación y desarrollo conjunto sumándose a la de EU y China vinculándose al proyecto de desarrollo integral BRI.
Igualmente, es preciso tener en cuenta y reconocer que el foco de seguridad de la isla central es ahora Rusia, algo ineludible y claro que, según mi percepción, por estos lares no se quiere ver o reconocer, tal como se aprecia en las miradas que le dirigen todos aquellos involucrados en conflictos en Asia central y occidental una vez que las fuerzas de EEUU abandonan la zona. E igualmente Rusia debe cooperar intensamente en atraer e integrar a otro gran país y cultura que es India. Y así sucesivamente.
Llegados a este punto podemos ya señalar que la transparencia en las regulaciones solo es posible si su propósito es universal, busca la inclusión de todos, aún incluso si esta incorporación es paulatina o no inmediata. Creo que quizás China ha mirado históricamente con escepticismo la transparencia y a la participación, algo lógico precisamente porque la toma de decisiones no podía tener ese carácter universal y, por lo tanto, aunque se supusiesen benevolentes su propósito era estratégico, debía ser ocultado. Pero actualmente la voluntad universal es el sello de la transparencia. Lo importante es que toda visón sea inclusiva, que todos tengan un puesto en ella, se vean reconocidos en esa universalidad y así, al menos, tengan la oportunidad de disputarlo y corregirlo si así les parece. De este modo, tal como apreciamos, los últimos en incorporarse a la integración económica humana podrían ser EEUU y RU, o el Atlántico Norte, quienes, como actuales líderes mundiales, es lógico que sospechen que cualquier revisión del estatus quo resulte necesariamente en su detrimento. No es el caso, la universalidad o inclusión es otra cosa, una disrupción de la historia beneficiosa para todos sin excepción, pero hay que reconocer sus preocupaciones e intereses y mantener siempre abierta la propuesta de participación hasta que el proyecto humano triunfe. Si el proyecto no es inclusivo, universal, la transparencia será imposible, la unilateralidad, bilateralidad e incluso multilateralidad no alcanzará su objetivo pues tendrá que principalmente tratar -contra su propósito- con la reacción que provoque y será motivo de objeción y disputa.
Y aún esto no es todo, esa transparencia o universalidad conlleva también que esas regulaciones deban razonarse, más allá de por la protección del planeta, en base a los derechos humanos y así particularmente los derechos vitales de esas personas en las partes del mundo marginadas, así ese Atlántico Sur, y la protección de esos derechos y la integración de esas zonas marginales debe asumirse como parte (prioritaria, importante) en las proyecciones y actuaciones económico-políticas, de modo que el desarrollo que se proyecta contribuya al bienestar y a la integración de aquellos que más lo necesitan, porque si no es así resulta igualmente despiadado y mal intencionado, pues las necesidades están a la vista y mirar para otro lado como hasta ahora y reivindicar los derechos humanos es contradictorio.
Si amigos, el principio humano es ponernos en lugar del otro (y seguramente África debe ser nuestro maestro, pues su gente no ha estado sometida a la acción alienante y embrutecedora del estado), no podemos pretender ser inclusivos o hablar de derechos y pensar solo en los estados, ser inclusivos o respetar los derechos humanos es serlo con las personas y esta es la parte quizás más difícil de entender y ejecutar. ¿Cómo podemos pretender ser inclusivos si dejamos que otros mueran de hambres o penurias? Esa capacidad de entendimiento mutuo basado en ponernos en lugar del otro es el sentido común y la base de todo lo demás, eso es lo que tenemos los humanos y si renunciamos a él para basarnos en las unidades armadas o estados solo nos cabe discriminar y su resultado es la irracionalidad, perjudicial para todos, que es lo mismo que la violencia y no iremos a ningún sitio jamás. Pero los políticos son personas y si su misión ha sido hasta ahora ponerse de perfil, les ha llegado el momento de dar la cara.