Junto con la reforma de la ONU, la humanidad debe liberarse de sus impulsos y prejuicios al comprender las razones—ya sean conscientes o inconscientes—que nos llevan a creer que somos incapaces de coexistir con los demás. A menudo, la discriminación no es un acto abierto, sino un sesgo inconsciente incrustado en nuestro razonamiento. Los juicios que hacemos frecuentemente ocultan una de sus premisas, asumiéndola implícitamente (formando lo que se conoce como un entimema, un silogismo construido sobre una premisa no declarada). Por esta razón, debemos afirmar explícitamente una verdad fundamental y universal: todos los seres humanos son iguales en dignidad. Al reconocer y abrazar conscientemente este principio, podemos asegurar que nuestras interacciones se basen en el respeto y la igualdad, haciendo de la paz una práctica deliberada y continua en lugar de una aspiración lejana.

Nuestra mentalidad está moldeada por la cultura a la que pertenecemos, la cual a menudo lleva consigo ideologías implícitas que, en muchos casos, sirven a propósitos xenófobos. Cuando una persona vive en otro país o dentro de otra cultura, a menudo percibe una agresión sutil contra su identidad y existencia. Esto ocurre porque el discurso propagado por individuos y medios en ese territorio implícitamente menosprecia a quienes no pertenecen a su grupo. Esta percepción se refuerza frecuentemente a través de costumbres incompatibles: algunos realizan rituales que parecen carecer de sentido para otros, consumen alimentos o bebidas que otros consideran prohibidos, y así sucesivamente. Estas diferencias nos llevan a creer que la coexistencia es imposible.

Sin embargo, debemos reconocer que estas diferencias culturales e ideológicas no son innatas, sino que han sido producidas y perpetuadas por el poder estatal, que nos influye y condiciona. Estos elementos culturales, de carácter ritual e ideológicos no surgen de la razón o el sentido común, sino que son productos de alguna forma de imposición. Nos vemos llevados y obligados a aceptarlos y creer en ellos para ser incluidos en un colectivo particular, mientras nos separamos de otros grupos humanos. Aunque este fenómeno era inherente e inevitable en el pasado, hoy debemos, al menos, ser conscientes de él. Debemos suspender estos elementos divisivos y, en su lugar, cooperar por el bien común, esforzándonos por el bienestar colectivo de la humanidad sin discriminación. (discriminación que parte de la asunción de la superioridad o conveniencia universal de (la imposición de) ciertos conceptos, palabas o expresiones, así políticas, como ideológicas o religiosas)

Esta tarea requiere seriedad y compromiso, pero al tiempo tenemos que entender que renunciar a nuestros propios criterios humanos y personales nos desorienta y nos crea una dependencia del liderazgo. Esto es evidente en los constructos ideológicos que se dejan en manos de quienes afirman conocer o estar en contacto con Dios, o de los expertos que dicen comprender estos constructos figurativos. Cada individuo debe reconocer su fundamento humano natural y esforzarse por gobernarse de manera autónoma. Si no logramos comprender la realidad—precisamente porque estamos obligados a vivir dentro de un marco construido—la consecuencia es que alguien más debe dirigirnos, ya que carecemos de la capacidad para guiarnos a nosotros mismos. Así como hemos mencionado antes que despotismo, la alienación de nuestra libertad y la guerra son, en esencia, dos caras de la misma moneda, ahora añadimos que el despotismo se construye sobre la ignorancia.

La paz no tiene una forma impuesta políticamente; cada individuo debe ser libre, y libre en todo momento. Esto es posible hoy gracias a nuestra interconexión. Históricamente, las armas, las unidades armadas, han sido el determinante último de lo que decimos, creemos y defendemos. Nos obligan han obligado a confesar, forzado a declarar lo que imponen mientras nos servían para proteger a nuestro grupo e intereses, pero ahora nuestro grupo e intereses son los humanos. Del mismo modo, tenemos que entender que las palabras de los otros tampoco han sido libres, sino que han sido dictadas por la necesidad impuesta por sus propias armas (o en reacción a las nuestras), utilizadas igualmente para preservar su posición en lugar de ser absorvidos.

Pero ahora renunciamos a las armas y eso significa que de ahora en adelante deben ser las palabras y la comunicación las que asumen el verdadero poder como mediadoras. Solo al comprender la influencia que las armas han tenido sobre nosotros podemos liberarnos de su dominio. Debemos ser capaces de gobernarnos a través de las palabras y, con ellas, controlar, detener, desmantelar y, finalmente, eliminar el arma—la intención de dañar a otros.

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